Detrás de los reflejos, las luces de neón. Miradas perdidas en algún rincón lleno de amaneceres, de pájaros que alguna vez arrasaron con su vuelo. De caricias que no están. Y entre todas esas cosas, un suspiro, ilusión partida en dos de la esperanza llena de misterio. Como si hubiera un vuelco, como si alguien quisiera llenar ese espacio de aroma a hierba buena, a ungüentos suaves, llenos de destellos.

Mientras tanto el mundo transpira con su inconsciencia. Ausente de todo aquello, disperso en el andar. Y uno, consciente del privilegio, aferrándose a un silencio egoísta para no despertar a la manada. A los pasos apurados que no tienen tiempo de ponerse a reflexionar. A grises miradas clavadas en el asfalto, o en el lento pasar del ámbar semáforo, o de la batería que está a punto de descargar.

Todo parece hecho a propósito, como el plan perfecto de alguien que parece descansar. A veces me quedo quieto, incrédulo, perplejo ante tanta enormidad. Ante algo tan diminuto y tan inmenso, tan cerca y tan lejano, tan frágil y robusto. Y no sé bien qué hacer. Cómo desprender la magia que se me presenta ante la fría realidad de los demás. Cómo transportar esa energía.

Y la vida sigue. Ausente de todos. Excepto en los detalles.
En las minúsculas piedras preciosas que marcan el sendero.

En la felicidad superflua que tiene el observar.