Por momentos extraigo lo mejor de tus recuerdos; la sonrisa a medio congelar, los chistes que hablaban en serio, las muecas que no imaginaba y la tonta manía de enumerarte defectos. Como para que supieras cuáles son y no caerte con cuentos. Vos desprendés de mis retinas el sueño, y me quedo toda la noche reprochando mis silencios. Porque no te lo dije, porque ahora es tarde, porque quién sabe si te volveré a ver.

Y sin darme cuenta, agolpo sentimientos desencontrados por las malas experiencias. Y derrumbo un sueño con la misma intensidad con que lo creo, porque estoy acostumbrado, porque es lo que mejor me sale, porque no se entiende qué hacés hablando conmigo. Pero al fin, comprendo. Comprendo que el encanto del silencio es más fuerte que una palabra a tiempo, que a veces es mejor hacer que decir lo que tenemos ganas de hacer. Que las palabras se han vuelto tan cotidianas, que dejamos de lado los regalos, las sorpresas, los golpazos de teléfono un jueves cualquiera a la hora de la cena.

Y mientras tanto te reís, porque tratás de explicarte lo mismo. Porque en lo efímero de estas horas te encontraste desvariando, dibujando paralelas, encontrándole el sentido. Hasta que te quedás sin hojas porque sabés que ninguna te va a decir lo que tenés adentro. Sólo el compás de su cuerpo aproximándose, la variante de tomar el celular con la mano izquierda, la distracción de encontrarte perdido en medio de la charla por estar obsesionado con su boca. Y ahí, en ese mismo instante, el milagro. El reflejo de un corazón acompasado, revuelto de cenizas, pero nunca exterminado.

Pocas veces te queda en la garganta la palabra que decidís guardar. Pocas veces te quedan en el alma estas ganas de abrazar. Pocas veces te devuelve su mirada la vida al pasar.

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