¿Se puede cambiar la esencia de quién uno es? ¿O acaso transformarla? ¿Se puede razonar más, sentir menos y dejar de soñar cuando esos son los motivos que nos hacen sentir vivos? ¿En dónde depositamos el por qué de los fracasos y los resultados de los duelos?. Todo se vence en un sinfín de miedos, se agiganta hasta volverse irreconocible, se despedaza en el frío invierno que todo lo atraviesa.

Y en el medio de todo eso, una luz. Parpadeante que llama la atención. Llenándote de inquietudes, de buenas intenciones, de sueños compartidos y otros inventados. Hasta que te acercas, y decidís en ese instante abrir la puerta de par en par, dejar entrar el fulgor de su amplitud y llenar los rincones de esperanza. Y todo vuelve a comenzar, a desenmarañar realidades, a darle vuelta a los absurdos.

Pero nunca alcanza. Porque siempre es tenue lo que brilla y empaña las mañanas. Porque de alguna estúpida manera el sueño se cansa de soñar, las ganas se quedan quebrantadas y los planes se fragmentan en sí mismos. Todo tiende a desaparecer, y te das cuenta en ese instante que ya no podes volver atrás. Que aunque des los pasos en retroceso, lo que te embargó el alma en un principio ya hizo mella en vos. Una más.

Poquísimas veces la vida te regala algo, contadas y supongo que me sobran dedos. Porque lo que uno busca incansable se aleja diez pasos apenas damos cinco. Y el largo de los brazos no alcanza ni a su sombra. El fulgor se desvanece y todo el brillo que reinaba instantes atrás se agolpa en un solo punto; cerrado, vacío, inerte, olvidado.

Y aunque querramos volver a revivirlo por un recuerdo nostálgico, melancólico o maravilloso... no lo haremos, porque ni siquiera el recuerdo se mantiene. Sólo la sensación de recordar. Sólo la creencia de que lo vivido se puede reciclar. No se puede. Nunca se pudo. Y jamás nos va a llenar.

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