El horizonte lleno de palabras nos impide vernos al espejo, espesando el aire, interrumpiendo el andar, despojándonos de nosotros mismos. Y entre toda esa farsa de falsos conocimientos, los errores que dejamos de cometer por no arriesgarnos, por estar repletos de razonamientos, por no querer equivocarnos. Y ahí, cuando sentís que ya no podés, volvés a equivocarte. Porque el error es permanecer a un lado, dejar que nada te afecte, intentar describirte el por qué.

De pronto nos convertimos en sabios, nos creemos capaces de dar consejos, de desnudar la verdad del otro cuando no somos capaces de vislumbrar la nuestra. Por estar terriblemente asustados nos negamos a sacar la cabeza, preferimos la comodidad de la frazada y su almohada. Y nos dejamos morir lentamente, que es la peor manera de hacerlo. Sin notarlo siquiera. Te encontrás con todo lo demás, con tu rabia, tu angustia, tu desidia. ¿Y a alguien le importa que te sientas así?.

Después de todo, masticar silencios nos deja libre de pecados, pero no ausente de sus consecuencias. Todo te cae de un solo golpe, y cuando querés hacer algo ya es tarde. No tenés fuerzas para intentarlo, no tenés alma para anidar un nuevo sueño, ni nadie a quien contárselo. Te quedás con tu soledad a cuestas, guiñándole un ojo, dejándole todo el camino.

Y vos te quedás inmóvil, perplejo, contando la vida que no viviste y murmurando los sueños que no cumpliste. Por estar siempre del lado que debías estar. Cuando no debías hacerlo.

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