Esta noche salí a cenar por el festejo del cumpleaños de mi cuñado. Y mientras charlaba, reía, escuchaba... miraba a mi alrededor las mesas y su gente. Familias, parejitas, amigos, todo un grupo de gente que estaban en la suya. Viviendo la vida, abrazándola. Y me di cuenta que en esa misma mesa en la que yo estaba, no estaba en realidad. Porque estaba deseando estar en otro lado.

Y pensé mucho en vos. En qué estarías haciendo, en si te divertirías, si dormirías, si te esperanzarías con alguna ilusión nueva en tu vida. Y sentí lo que siento últimamente. Esa mezcla rara de felicidad y tristeza que se conjugan en esa hermosa melancolía que suelo padecer.

Estuve toda la cena con esa sensación encima. De no saber si estaba mal por no tenerte o bien por sentir. Por finalmente sentir algo. Porque ese sentir me hizo dar cuenta que todavía vivo, más allá del término vivir. Que me pasan cosas, que todavía queda un poco de este corazón que se alimenta de lo que le pasa. Y hacía mucho tiempo había creído que este corazón estaba muerto, definitivamente resignado.

No es que ahora me crea una persona llena de esperanza, porque a pesar de que el corazón volvió a renacer, la consecuencia fue la de siempre. Pero no por eso me siento peor, sino que me siento raro. Estas últimas horas fue todo muy confuso, lleno de sueños sin cumplir sigo encontrando razones para sonreírle al presente. Sin saber por qué, cómo es que me quedan ganas de hacerlo.

Por dentro sé que nada va a ser como venía siendo, y que de a poco todo se va a terminar por extinguir. Es el proceso natural de las cosas. Y aunque eso me tenga triste y con estas ganas de llorar todo el tiempo, también me llena de esperanza. Una esperanza que quizás en unos días la haga desaparecer en un abrir y cerrar de ojos. Una esperanza que el día menos pensado la crea imposible de alcanzar.

Me pregunto si lo que busco no estará al alcance de mi mano. Aunque sorprendentemente lo que me pasó no lo busqué, extrañamente no lo busqué. Un día me encontré sintiendome bien y sin saber la razón. Hasta que la supe, la procesé, la asimilé y no pude más que vivirla con la intensidad que vivo las cosas. Haciendo que ese éxtasis de alegría se choque contra el techo.

Pero todo en mi vida a través de los años ha sido así. Y ahí es donde empiezo a comprender por qué la gente da sus pasos con miedo, con una serenidad que no quieren tener, con paciencia, con silencios, con doble sentido, con tanteo del terreno. Dan sus pasos con la gran muralla enfrente, para no salir lastimados. Y es esa la parte que me falta aprender, porque siento que el sentir tanto y no poder aguantarlo hace que todo se desinfle, que todo desaparezca, que todo sea fugaz.

No sé si hay una fórmula para estos casos, parece que sí la hay pero que nunca la termino de comprender. Y si bien la vida en ocasiones me entrega su hermosa sonrisa de oreja a oreja, hay veces en que se hace terriblemente desalentadora. Y uno tiene que ser fuerte y seguir, sí. Pero llega un punto en que de tantas caídas te rendís. Inevitablemente te rendís. Porque nada cambia, nada te sale bien, nada se te da de una vez por todas.

Cuando eso me pasa me empiezo a odiar y a creer que quizás soy yo el del problema. Que quizás no merezco realmente esa felicidad que busco. Porque no puede ser que nunca la consiga, que nunca logre dar el salto. Que siempre me quede a mitad de camino.

Hoy, luego de una noche extraña como vienen siendo mis últimas noches, decido no abrazarme. No reconciliarme con lo que soy. No darme el visto bueno. Tal vez, y sin sonar trágico, necesite esta soledad eterna para reacomodar algo mío. Tal vez sea una señal, la que nunca capto.

Me cuesta encontrarle el sentido a todo esto, pero tiene que tenerlo. Necesito creer que lo tiene. Necesito creer.

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