Estabas llorando. Masticando silencios. Quebrantando la sensibilidad de las caras ausentes de vos. Y entre todas ellas, yo te miraba y te miraba, intentando romper con una sonrisa tu mal día. Tu desamor. Toda la ironía que encerraba esa tristeza en tu cara. Vos ni reparabas en mí, quedabas envuelta en tus pensamientos colgando la vista en alguna nube. Y yo intentando ser tu estrella invisible, la sorpresa risueña, algo en tu triste despertar.

Y me pregunto cuánta gente como ella anda por ahí derramando tristezas sin consuelo, imaginando besos reconfortantes, palabras de aliento, alguien que le de su atención. Una mueca del destino que abrace los encuentros para protegerlos de malos tratos. Y ahí van todos respirando profundo y conteniendo el aire, llenándose de consuelos que se derrumban ante el primer llanto. Ante la primer mirada en el espejo.

Tanta tristeza me quema la cabeza, me angustia, no la entiendo. Tantas lágrimas derramadas, tanta gente en la que nadie sabe reparar. Y los que lo hacemos, cargamos con la impotencia de no saber qué hacer con eso. Porque si uno actúa termina siendo imprudente, desubicado, un vivo. Cuando quizás es todo lo contrario. Y la desconfianza, y el miedo, y las cicatrices que nunca terminan de sanar se conjugan todas juntas para negarnos un acto de buena voluntad. Una caricia desinteresada. Una sonrisa regalada sin pedir algo a cambio.

Asi que me limito a escribirlo, a desearlo en voz alta, sin que esas personas lleguen a leerme o escucharme. Sin que nadie se percate. Sumándome a esa larga lista de personas tristes pidiendo a gritos silenciosos una señal, un milagro, una forma de encontrar felicidad. Esa confianza que perdimos de tanto fracasar.

Una forma nueva de volver a empezar.