Los nervios de no gustar, que se mezclan con las ganas de hacerlo. La mirada que baja en el mismo instante en que sus ojos la cruzan, porque temen que reflejen de manera fiel lo que sienten. Pareciera que descubrirse estuviese mal, que no hubiera que hacerlo. Cuando decirle al otro que estamos enteramente a su disposición es la llave que abre esa puerta que tanto tiempo mantuvimos cerrada.

Y las horas pasan.

Y uno se queda impaciente maldiciéndose en silencio por callar, por no tomarla de la cintura, por no acariciar su pelo, sentir su perfume, colmarla de paz. Y nos despedimos con la sensación de que dejamos, una vez más, partir la ilusión y verla quebrarse en pedazos. Sentimos que ya no querrá vernos, no querrá saber de nuestros días, los detalles que hasta minutos atrás contemplábamos con total pavura.

¿Y dónde guardo las ganas de todo lo demás?.

La angustia que puede generar el que alguien nos mueva el piso a veces es sorprendente, contradictoria. Porque vivimos esperando que pase eso para que cuando al fin sucede, el miedo se nos suba desde la punta de los pies hasta el último tramo de nuestro cerebro. Pero ese miedo, ese mismo terror a no gustar, a no ser lo que ella necesita, a no encadenarse finalmente a sus labios... ese encantador miedo nos embriaga, nos motiva, nos hace palpitar. Porque sabemos que existe por una razón. Por una sencilla razón, la de por fin haber encajado con alguien más.

Llenándonos de absurdos, de incoherencias, de recuerdos de amores perdidos, de fracasos. De soledad. Y sabiendo al mismo tiempo que en ese instante todo eso tiende a desaparecer, porque allí está ella... con su mirada clavada en nosotros. Esperando algún gesto, una señal, una respuesta a tanta soledad. Y nos acurrucamos ensimismados en nuestros miedos para no romper esa delgada línea que nos separa.

Porque no sabemos si piensa en nosotros, si nos recuerda, si nos extraña. No sabemos si se aguanta las ganas de darnos un beso, de barrer el polvo de viejos colchones, de cobijar su alma en nuestro abrazo para que la cuidemos hasta que esté completamente sanada. De la misma forma en que nos sana esta sensación, este miedo liberador que nos dice que está presente porque nos importa, porque nos afecta, porque está a un paso de darnos felicidad.

¿Y la noche? Nos espera con su santa paciencia a que finalmente quebremos el cristal de nuestra inseguridad y rompamos el silencio en verdades dichas a gritos callados, a roces oportunos, a caricias para el alma. Esperando que por fin, sin más dudas, confesemos nuestra adoración a ese ser que nos observa desde la misma esencia de su paz. Pidiendo a gritos ser salvada.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Quisiera saber tu historia, qué fue lo que te marcó.
Me siento curiosa y ansiosa..

Ale dijo...

Uf, fue una historia que nunca llegó a suceder, pero si tengo que recordar lo que sentí, fue un regreso a nervios que había experimentado años atrás siendo adolescente.

Es increíble cómo en ocasiones, toda la inocencia que la vida nos arrebata, un día la volvemos a encontrar en un café cualquiera con una mirada intimidante.