Llega el frío a las calles de este barrio, a la neblina en la ventana, a estos dedos inanimados. Llega el frío y con él ese sabor a nostalgia, que aunque en días de calor se presenta igual en mi vida, cuando el frío llega pareciera que se sintiera como en casa. Ismael Serrano es el compañero de primera fila para caminar estas noches, sus tardes y sus madrugadas. El ancla que me une a esta estación del año que se hace más larga que otras, dulce y agria, lastimosa y reconfortante.

El frío me trae a la mente recuerdos, siempre los mismos. Pienso inexorablemente en días de facultad, de escribir incansablemente en papeles que guardaría una vieja agenda, de programas de radio hasta horas donde el sueño dejara. De vivencias.

Es como que antes vivía mas las cosas que me pasaban, que no eran muy distintas a las que me pasan ahora, pero parece que las que pasan ahora me aburren. Me estancan. Lleno de distracciones por todos lados, impidiéndome concentrarme en las cosas que importan, cosas que siempre tuve presente y que hoy no hacen más que pasar de largo.

Recuerdos de viajes al aeropuerto a despedir y recibir gente, de tomar café en algún bar del microcentro, de salidas al cine entre dos ojos iluminados por la compañía. Y el tiempo, implacable, destilando sus horas. Hasta que llegamos al hoy. Al vacío de no poder cobijarse en esos detalles que seguramente sigan rondando, pero ignoro. No sé si por cansancio, por miedo, por descreer. La inocencia un día se partió en pedazos y es como si nunca me hubiese recuperado de eso.

Mientras tanto la noche se confunde con el frío, y esta soledad se abraza a mí mientras, resignado, le cedo el lugar. Y los acordes de Ismael calan los huesos, entre el frío y la memoria, entre los sueños que se fueron y que quieren volver. Quiero volver. Volver sin irme del hoy, del ayer, de siempre.