La sensación de que las cosas se dosifican aumenta a medida que pasa el tiempo, mi tiempo. Me encuentro del otro lado del cristal, cuidando los modos y los pasos, las respuestas, las señales, la forma de vivir. Como si pudiera en base a fórmulas sentir que puedo, que de algo sirvió haberla pasado tan mal. Y la realidad es que nunca voy a estar en lo cierto, porque es imposible asegurarlo.

Hace algunos meses, desde el año pasado hasta este, que decidí darme oportunidades. Algunas fracasaron, otras cometí errores, otras me quedé a medio besar y otras nunca pudieron ser palpables. Pero me di la oportunidad. Y ahora tengo tantas sensaciones encima que a veces tengo miedo de lastimar a quien no debo. Y ser parte de aquella larga lista de personas a las que siempre cuestioné.

Pareciera que a los 29 años sigo aprendiendo cosas que ya debería saber, pero siempre fui de seguir el camino difícil, el de los tropiezos, el del no poder volver la vista atrás. Va siendo hora de dejar de querer mirar hacia atrás, y pensar en que todo recomenzó. En que las cosas pueden ser distintas. En que no estoy tan herido que me cerró todo lo sensible que alguna vez supe demostrar.

La vulnerabilidad propia, que considero uno de los actos de amor más sinceros que uno puede tener para con alguien, un día decidió desaparecer. Convertirse en piedra. Confirmando uno de mis mayores miedos, ser quien nunca quise ser. Y mientras mi cabeza se entremezcla con lo que siento, sigo caminando. Sin saber bien hacia dónde voy. Sin querer ponerme un rumbo.

Llenando el camino de interrogantes, de quizás, de incertidumbre. Quemando a mi paso todo lo que traiga consigo. Y hundiéndome por dentro. A veces creo que el peor castigo soy yo mismo, dándome la espalda constantemente. Evitando que se note. Sin poderlo evitar.

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