Acercar tu boca a la mía puede volverse un desafío degustable, donde querés fundir todos los besos pasados con este y al mismo tiempo destilar otra faceta, una forma nueva de rodear su comisura y medir en una sola bocanada toda su extensión. Quedar impregnados del sudor invisible que emanan nuestros poros y sellar con una caricia el pacto infinito de decirnos secretos sin hablar.

Tu pelo enredandose en mi cuello buscando abrigo, queriendo llenarse de este aire solo nuestro, de este segundo de verdad. Y yo, que despeino soledades desmenuzando tu piel entre mis dedos ni me entero del frío que nos envuelve en este bajo cero. Mientras tanto, tu cuerpo se acostumbra a la forma del mío y fundimos la dicotomía en una sola expresión. Callada, intensa, irrelevante al desgaste que sufre el mundo.

Y así, con una suavidad enfurecida, aparece un nuevo aire entre los dos. Y dejamos que el silencio sea testigo de nuestras miradas colmadas, del abrazo tiñiendo coincidencias y de tu cara apoyada en mi regazo. Solo esto basta para sabernos correspondidos, para dejar en los brazos del otro nuestros miedos, siendo conscientes en ese instante de que pueden herirnos para siempre. Y al mismo tiempo cediendo esa grieta porque tenemos la certeza de que ahí nada nos puede lastimar.



Me preguntan cómo puede uno mostrarse vulnerable ante alguien, y no entienden, y no comprenden que es la única manera de encontrarse. De ver que en el hueco del otro hay un lugar con nuestra forma, con nuestro nombre y con una decisión. La de dejar que alguien nos devuelva la ilusión.

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