La brillantez de las cosas, el mundo girando sin detenerse a observar su entorno, la gente dispersa en sus propios miedos, y tu voz devolviendo la claridad a la sombra que me persigue desde entonces. Son muchos años de desilusiones y tropiezos, de encandilarme con cosas que parecieron perfectas y fueron ridículas. De negarme a la realidad que me golpeaba la cara cada vez.

Ahora las utopías se desdibujan, lo idílico se desmorona y la fantasía infantil de enamorarse se vuelve más objetiva, razonable. Como si formara parte de crecer. De volverse adulto. Y observo ese reflejo negándome ante él, porque no quiero creer que eso solo pueda resolverse de esa manera. Me niego a pensar que todo carezca de esa luz que sólo ve uno en todas las cosas. Porque sé que sigue ahí, intacta, pero envuelta en miedos de lo que alguna vez -y tantas veces- no pudo ser.

La noche envuelve mis pensamientos y me quedo mudo ante ellos, sin saber explicarlos ni reconocerlos. Solo entendiendo que no los comprendo, sin poder ordenarlos, sin saber encontrarles un punto de anclaje. Mi mano conserva tu perfume y será que te extraño en esta noche fría. Ventosa. Infranqueable.

Los cuadernos que tiempo atrás acumulaban hojas gastadas, hoy están imaculados juntando polvo. Con tinta que se resecó de tanto abandono, sin palabras cargadas de efusividad, de logros por alcanzar, de sueños idílicos. Resguardando la cascada de sentimientos que se desprendía por los poros. Miro hacia atrás y noto el destello del que alguna vez vivió en las nubes aún reconociendo el suelo. Y confirmo que desde el suelo reconozco las grietas que llevan hacia más abajo, sin poder alzar la vista para dejarme deslumbrar por el rayo de luz que desprenden las estrellas. Esas mismas que me contemplaron noches eternas. Y que probablemente lo sigan haciendo.

Pero viví más cosas, y de todas ellas descubro un dejo de nostalgia. A veces me agarran esas inexplicables ganas de no querer estar parado donde estoy, y quedarme en esa melancolía hermosa de recordarme en el pasado. Aún con todo el dolor que yacía en él, aún con todas las lágrimas, aún con toda la desilusión. Porque a pesar de toda la desdicha, el estúpido soñador que no dejaba de creer reflejaba en el espejo cierto orgullo. Y hoy, mejor parado que entonces, cargo con la frialdad de encontrar que la gente puede fallarte irremediablemente. Y parezco resignado a creer que pueda ser distinto.

Y eso me molesta. Eso me jode la vida en estos momentos, el finalmente haber caído en manos de ese miedo que siempre tuve. El miedo mismo. Miedo a no poder volver a confiar, a mirar todo desde una perspectiva que no me trajera desilusiones, pero tampoco felicidad. Miedo a perder la inocencia y ingenuidad. Miedo a convertirme en ese adulto que todos dicen que tenés que ser. Ese tipo cínico, irónico y especulador que la caretee ante el mundo. Que se aleje totalmente de su esencia. De su bondad. De sus sentimientos.

Y me duele porque hay gente que no se lo merece, porque hay personas que siguen demostrándome que no tengo que resignarme. Me duele porque me cuesta horrores superarlo, escarbo profundo y no puedo sacarme la coraza de encima. Estoy congelado en mi propia debilidad. Consternado por no conseguir la absolución de mi propio juez. Indignado por la propia humanidad.

¿Dónde quedaron las ridiculeces voluntarias? ¿Las canciones a todo volumen? ¿La sonrisa verdadera? ¿La certeza de estar convencido de que nada va a salir mal? ¿Mi propia manera de redibujar la historia? ¿Las ganas de vibrar? ¿La cursilería extrema de encontrar en las cosas algo más de lo normal? ¿Lo magnánimo que nadie ve? ¿El gritar en todos los rincones lo feliz que pueda estar?.

Sé que en el fondo sigo estando, sé que mientras esto lo siga extrañando y escribiendo es porque aún no murió. Sé que me falta la manera de saber desterrarlo y sobre todo sé que lo peor ya pasó, que es tiempo de revolución interna y de volver a mojar al corazón. Al alma. Al que alguna vez la sonrisa lo despertó.

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