Fue fantástico volver a estar ahí. En mi mundo. Olvidado por la rutina de los caminos, con el olfato perdido de tanta frivolidad. Cansado, resignado, sin fuerzas. Hasta que volví, y me reencontré con su viento que todo lo barre. Con la arena llenando los huecos y la espuma volviendo a inundar.

Y las olas llevándose todo el dolor.

Estos días frente al mar fueron una descarga que me debía hace tiempo, una manera de pedirme perdón a mí mismo. Una forma de cambio. Enamorado de quedarme horas mirando al horizonte que nunca se acaba, enamorado de esa magia que se desprende de la sal de su esencia. Y mojar mis pies sobre su arena para dejar atrás todo el cansancio, para infundarme una paz interior que extraño horrores cuando no estoy ahí.

Encuentro en el mar todos los pedazos ausentes de mi vida, y lo contemplo una y otra vez como si fuese la primera vez que lo veo. Y sonrío, y abro los brazos, y me dejo llevar. Descargo en su orilla toda la angustia que llevo conmigo, y me permito disfrutar, por un momento disfrutar. De mí, de mi pasado arrancado, de este presente con un signo de pregunta inmenso, de lo que vendrá. Poco importa todo si tengo la tranquilidad de besar sus pasos enjuguecidos de lágrimas.

Es voltear horas recorriendo su extensión de norte a sur, una y otra vez. Ampollando los pies, quemando la piel, dejando entrar al viento que sopla fuerte cuando anochece. Y recordando por qué alguna vez juré regresar.

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