Con los días de calor se acercan los recuerdos de viejos sentimientos, de cosas que quedaron por la mitad y de añoranzas de tiempos felices. En los que me era más fiel, más libre, más inocente. Y si bien con las experiencias no renuncio a seguir creyendo en las cosas, también es cierto que me cuesta más. Necesito recuperar esa energía que antes fluía sin mayor esfuerzo, arriesgarme era un placer que hoy manejo con cuidado.

Y cuando el clima veraniego se aproxima, me es inevitable recordar a personas y situaciones. Antiguos besos robados, pedidos y hasta devueltos. Canciones que contaban nuestra historia y que devolvían la esperanza en los primeros acordes. Tardes enteras tirado boca arriba apreciando cómo el día iba dando lugar a la noche.

Era todo mucho más mágico, más nuevo, por descubrir. Una forma de redoblar la apuesta, de quedar expuesto contra los consejos de todos los que me conocían y jugarme el pescuezo en ese instante. Recuperar esas ganas de vivir, de sentirme pleno, de no darle importancia a los ojos ajenos. Desestructurarme. Encontrar la magia en todas las cosas, sin necesidad de justificarlo.

Gritarle al viento lo mucho que necesito volver a sentir su fuerza, esa revolución interna de vivir. De irrumpir en los rincones donde no me esperan y bailar al compás de la melodía que se presente. Sentir otra vez esa conexión conmigo mismo, con el idiota, con el ridículo, con el romántico, con el cursi, con el que desafina. Con todo lo que fui. Con todo lo que aún sigo siendo.

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