Parece que los días de Sol tienden a opacarse, que las nubes vuelven a aparecer y que la lluvia golpea incesante el cristal de nuestros días. Felicidad se torna sinónimo de fugacidad, y los fantasmas de lo perdido se inquietan ante su resurrección. Y el viento que empuja cada vez más fuerte.

Yo no sé si solemos dar mal los pasos por idiotas, por desorientados o simplemente por no servir para hacerlo. No sé si todo pasa por algo, si tiene sentido, si hay forma de hallarlo. Sé que la vida se te puede desprender de las retinas apenas entrecerramos los ojos, que el futuro se vuelve una navaja cortante a la que tememos maniobrar. Que las cosas que nos hacen bien mañana pueden no estar más.

Hoy, caminando entre los altos edificios de esta ciudad, me encontré con la mirada perdida en el asfalto mientras se escurrían por mis oídos los acordes tristes que suelo escuchar en tales circunstancias. Y el sabor de la derrota merodeando, y el ruido de su risa apagándose, y sus ojos iluminados bajando las persianas. Era un frío invierno en tres o cuatro pasos. Una primavera palpitante de emociones que parece disgregarse. Una perdida ilusión.

A veces el desaliento se vuelve tormenta, y en esos instantes quiero ausentarme del mundo. Abstraerme de mí. Castigarme. Porque no se entiende cómo una y otra vez al que soy le doy la espalda, le ofrezco ausencias, le sugiero desencuentros. Siempre pasa algo, algo que no me permite ser. O sencillamente lo que me pasa, es ser yo mismo. Cansado de perder.